29 de julio de 2024, 16:09 PM

Dr. Alexander López / Académico de la Universidad Nacional de Costa Rica.​

La semana anterior tuve la oportunidad de participar en un evento paralelo del G20, en Río de Janeiro, auspiciado por el Gobierno brasileño bajo el tema Estados del futuro, que reunió a una coalición diversa de actores globales, incluyendo gobiernos, grupos de reflexión, sociedad civil, academia, sector privado y organismos internacionales, para fomentar un diálogo multidisciplinario y multisectorial sobre las capacidades de los Estados frente a los retos emergentes del siglo XXI.

El principal objetivo del evento fue articular y compartir visiones, estrategias y prácticas innovadoras para transformar los servicios públicos y la gobernanza, centrándose en la integración de las tecnologías avanzadas y la respuesta a los problemas globales y las crisis que desafían la capacidad del Estado.​ ​Preguntas centrales de la discusión fueron: ¿Qué cambios deben impulsar las reformas de las instituciones gubernamentales? ¿Cómo podemos crear sistemas de cooperación internacional para proteger los bienes públicos mundiales? ¿Qué capacidades estatales serán necesarias para implantar un futuro deseable?

Es importante iniciar esta reflexión señalando que el Estado ha sido una forma política dominante, y el modelo preferido de unidad política durante al menos los dos últimos siglos. Sin embargo, muchos hablan hoy de su crisis, que se deriva de dos factores principales: el papel cambiante del Estado en el sistema internacional en virtud de la globalización y la cuarta revolución industrial y la compleja relación del Estado con la democracia, concepto normativo clave de la política contemporánea.

Parece claro que el contexto mundial exige un cambio en el contrato social que sustenta la transformación económica estructural, haciendo mayor hincapié en el cultivo de relaciones Estado-sociedad inclusivas orientadas a promover el crecimiento económico dentro de los límites planetarios. Este énfasis de lo nacional con lo planetario está actualmente infrarrepresentado en la literatura emergente sobre un Estado en el siglo XXI.

Los argumentos tradicionales solían centrarse en dualismos excesivamente simplistas: si el Estado debía ser grande o pequeño; si el Estado era parte del problema o parte de la cura; «público» bueno, «privado» malo (o viceversa). Estas falsas dualidades han dado paso a un debate más sofisticado y matizado que reconoce los beneficios de una gama más amplia de proveedores de servicios y la necesidad de reducir los mecanismos de prestación de servicios específicos. Se ha reconocido que el Estado puede desempeñar un papel positivo tanto en los países de primer mundo, como en los países en desarrollo, pero que también puede desempeñar un papel negativo cuando se utiliza sin una planificación cuidadosa.

Muchas de las reformas recientes parecen haberse centrado en la eficiencia administrativa, la reducción de costes, la descentralización o la introducción de principios de gestión del sector privado, sin embargo, el debate actual sobre el Estado del futuro exige un enfoque más global y multidimensional.

Nos enfrentamos a varios retos tecnológicos (inteligencia artificial, internet de los objetos y la revolución biotecnológica, por citar algunos), al cambio climático, al riesgo de nuevas pandemias y a nuevas amenazas a la seguridad transnacional. Así mismo, la importante evolución del mercado laboral exige nuevas respuestas y capacidades por parte del Estado y de sus servidores.

Un mundo globalizado, configurado por una red mundial de comunicaciones y una tecnología de transportes altamente eficiente, está experimentando ahora el siguiente paso en la historia de la humanidad. Vivimos una época de profundos cambios, comparable a la transición de las sociedades de cazadores-recolectores a la era agraria. El proceso de transición a la era agraria duró varios miles de años. El proceso de transición de la edad industrial a la de servicios globalizados se está produciendo en décadas y no en siglos.

La globalización también está creando lo que he llamado "termitas fiscales". Se trata de acontecimientos que, a lo largo de muchos años, probablemente reducirán los ingresos fiscales y, por tanto, la capacidad del gobierno para financiar altos niveles de gasto público. Si esta previsión resulta ser correcta, los gobiernos del mañana podrían disponer de muchos menos ingresos públicos que los de hoy; por tanto, su capacidad para mantener un alto nivel de gasto público se verá reducida. Esto puede ocurrir al mismo tiempo que los cambios demográficos presionarán para que se gaste más en los programas existentes.

Igualmente, el impacto potencial que los avances tecnológicos podrían tener en el funcionamiento de los gobiernos es enorme, pero parece que en muchos países los responsables políticos y los servidores públicos ni siquiera son conscientes de que se está abriendo una nueva era. Los países que tarden en introducir estos cambios pagarán un precio frente a los que actúen con mayor rapidez y agresividad, lamentablemente en América Latina los Estados no parecen actuar con la necesaria celeridad en esta materia.

En conclusión, el Estado del futuro requiere una serie de importantes adaptaciones, frente a procesos que emanan tanto del entorno global, como de las demandas de sus ciudadanos.

En ese contexto, el Estado tiene que convertirse en una entidad de servicios que tiene que hacer frente a una competencia pacífica y no en un monopolio que sólo da al cliente la alternativa de aceptar un mal servicio al precio más alto o emigrar, al fin y al cabo, el principal objetivo de cualquier Estado debe ser la búsqueda de la satisfacción del ciudadano.

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