POR Gabriel Pacheco | 2 de agosto de 2024, 8:15 AM

Llegó la medianoche, no hay duda. Apenas el reloj marca la hora que divide el 1.º del 2 de agosto, las ocho campanas de la Basílica de Los Ángeles suenan al unísono.

En la calle, algunos levantan sus ojos buscando la fuente del sonido, pero la mayoría sigue su camino, porque, pese a la hora, la calle norte de la Basílica es un río humano en el que quien se detiene será empujado por la corriente de hombros y piernas con las que chocará.

Hoy solo hay una gran ausente: la Luna, que, caprichosa, esconde su rostro a los romeros que caminan bajo una bóveda celeste totalmente despejada. No lloverá esta noche.

A esta hora, las aceras no son para caminar, su función será dar descanso a decenas de fieles a los que el sueño venció. Muchos verán los primeros rayos del día a los pies de La Negrita.

Una cobija y un salveque bastan para dormir esta noche en Cartago.

Dos tiendas de campaña son la excepción, porque para muchos basta una o dos cobijas y un salveque por almohada para pasar la madrugada, que para las 12:30 a. m. ya el termómetro marcaba los 17°.
“Yo soy muy friolenta, terrible, a las seis de la tarde usted ya me ve envuelta, pero te juro que no tengo nada de frío… Será porque la Virgencita es maravillosa”, me cuenta Ruth Sánchez. Ella viene de Rancho Redondo, distrito josefino a unos 20 kilómetros de la Basílica.
A su lado, Álex Pérez, su pareja, la cuida. Ambos dormirán hoy resguardados por el techo de la parada del bus atrás del Santuario. Álex confiesa que él no es católico, pero es el segundo año que acompaña a su esposa a la Romería porque asegura que la Virgen le ha hecho muchos milagros. 

Ruth, de inmediato, cuenta con orgullo que un día las piedras en el riñón desaparecieron y que un problema del corazón también desapareció sin explicación alguna. Ahora busca un tercer milagro: sanar de un desgaste en la rodilla.

Ruth y Álex caminaron desde Potrero Cerrado.
“¿Por qué dormir aquí en la acera, en el frío?”, les pregunto a ambos, curioso ante lo que para muchos sería un sacrificio: el duro suelo, la brisa fría, cientos de personas caminando junto a ellos.

“Me motiva la promesa que le hice a la Virgencita para que me ayude con mis enfermedades. Este es el tercer año que lo hago”, asegura Sánchez, al tiempo que acomoda nuevamente sus cobijas para tratar de conciliar el sueño.

Las campanas dejaron de sonar hace apenas unos instantes; tras unos 25 minutos de intenso repique, cesan de pronto, pero el silencio se esfumó casi de inmediato.

“A mil el rosario y la pulsera…”, “Lleve las dos botellas por setecientos”, “A dos mil el taxi colectivo a San José…”, resuena a izquierda y derecha. Vendedores y transportistas compiten por atraer la atención de los fieles que, cansados, buscan un recuerdo de su romería o regresar tan pronto como sea posible a la casa.

La plazoleta del Santuario Nacional sigue abarrotada aún en la madrugada. 

Entrar a la plazoleta frente al templo implica abrirse campo entre la multitud, colándose entre pequeños espacios. Cerca del centro del lugar, una familia ya duerme. Caminaron desde Siquirres. A la 1 a. m., el sueño ya gana.

Anayancy y Andrés Mendoza son los dos hermanos que vigilan el sueño de sus 16 familiares.

“La idea es dormir aquí y quedarnos hasta la misa de mañana (…) Nos motiva esa fe que nos inculcó nuestra abuelita y que ahora se las vamos enseñando a ellos”, aseguran ambos mientras señalan a los niños que están completamente envueltos en las cobijas y a los que el ruido no inmuta.

Familia de 16 personas viajó desde Siquierres hasta Cartago.
“Es el tercer año consecutivo que dormimos aquí. El año pasado nos llovió mucho y nos mojamos todos, pero aquí estamos. Hoy, por dicha, la noche está preciosa”, explica Andrés.
Faltan nueve horas para que inicie la misa que ellos esperan. Para hacer mejor la espera, se intercambiarán la guardia durante la noche con los que ahora duermen, pero tienen claro que no se moverán.

Gran cantidad de romeros entraban a la 1:30 a. m. a la Basílica. 

Aunque el reloj casi marque las 2 a. m., en Cartago parece que el tiempo no pasa. El olor a arroz cantonés y chop suey hacen creer que es mediodía; el mar de gente que no cesa parece indicar que es domingo a las 10 a. m. Solo el cielo profundamente oscuro nos hace caer en la realidad: estamos en la madrugada en que Cartago no duerme por estar a los pies de La Negrita.

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