POR | 12 de junio de 2013, 2:15 AM

Alfonso Reyes tenía muy clara la figura de México. “Con el sajón arriba, con el latino abajo, hace de centinela, aunque no sin trabajo”. Igualmente diáfana era su idea de la incongruencia nacional, bien aplicada, por lo demás, a la cancha de juego: “¡Y Ojalá concilie desigualdad tamaña que todo lo confunde y enmaraña”. La extraordinaria prosa del latinoamericano, nacido en Monterrey, ayuda a entender lo sucedido en la noche del 11 de junio en el Estadio Azteca.

Con el sajón de juez y autoridad, en tres falibles árbitros estadunidenses, y con el latino de abajo enfrente, México se angosta, ventila la maraña, la ausencia total de conciliación en la uniforme geografía de un césped al que la prensa sigue viendo como inviolable, como templo de ídolos desaparecidos hace muchos años, invictos seres de tiempos remotos sobre cuyos monumentos crece una hierba mal podada.

En efecto no hubo tragedia tica, ni conquista del Anahuac. Pero la equis en la frente sigue en esa forma sutil de una muerte sin fin que ni mata ni revive. La Selección Mexicana de Futbol no concilia la desigualdad tamaña. Peor aún: la refuerza, la amplia a límites de locura, el absurdo llevado a la gesticulación macabra de la pesadilla: equipo sin forma, sin vaso que le dé forma, sujeto al azar, a la improvisación, a la deriva; formación sin sentido: dos contenciones, cuatro atrás, y la pelota que viaje con rumbo a la nada, al quien vive, al sorteo de dioses sin dados.

Costa Rica merecía algo más de lo que se lleva: el pundonor, las valentía, los desplantes de irreverencia debieron ser diplomas, pero las batallas no se ganan con hubieras, y los reconocimientos exigen hechos, letra escrita, lo que está. El glamuroso empate tico sabe a poco porque de un empate nunca se hacen estatuas.

José Manuel de la Torre -empeñado en fomentar la idea que de sí mismo ha construido, prefecto de secundaria para el que lo único importante es la ley y el orden sin sonrisas ni muecas de diversiones- tiene la peculiar virtud de ahogar las virtudes de quienes le rodean. Si el juego consiste en orden abajo y libertad (creativa) arriba, De La Torre se ampara en el Código Penal para hacer del vestuario un estadio de sitio para los gestos y las manías. La ley es el orden, siempre el orden, parece decir antes de cada partido. Y cuando la ley no basta, parece alegar, para eso está el orden.

Agobiado por un técnico militar, al que cobijaron más militares en el previo al juego (desagradable desplante mexicano convertir un juego eliminatorio en la legitimación moral de las fuerzas castrenses, más aun en un país en tránsito en una guerra de más de cien mil muertos, como si el mundo no supiera), el equipo mexicano saltó a la cancha con el reglamento pegado a los zapatos y con el miedo en la cara ante la idea de comparecer ante el implacable tribunal del cuerpo técnico para el que la broma es un delito imperdonable. De la Torre sospecha de todo arranque artístico; amo del canon, lo eleva a dimensiones totalitarias. Ningún acto libre a mi izquierda, ni a mi derecha, parece sentenciar el hombre que del malhumor hace ropa de diario.

De la Torre no sólo desaíra el planteamiento rojo, dispuesto, como pic nic, con jugadores de gran talento y enorme enjundia. No ve a un rival que tiene como voces cantantes en Campbell y Bolaños, quijotes y sanchos, alternados, en amplios varios lugares de la cancha. No. No sólo eso, De la Torre no examina a un rival ordenado en la zaga, disciplinado en la vigilancia de la pelota. Cuando Costa Rica lee la desbandada desordenada de México, intuye, como vecino, que las cosas serán monótonas y se alinea. Las descolgadas de Pablo Barrera (el mejor defensa tico) o Guardado terminarán en centros carentes de toda lógica. Empíricas maneras de someter a una defensa dispuesta al cerco, al blasón y al escudo. La burocracia ministerial del técnico mexicano le impide darse cuenta que los rojos han leído, perfectamente, las debilidades sicológicas de los arietes mexicanos. Costa Rica, como casi toda América, sabe que México es ombligo que pierde el ánimo en los primeros y en los últimos minutos de cada tiempo.

Ya en la cancha, los jugadores mexicanos, nunca tantos con tanto currículo, con tanto mundo y con tanto vuelo, demuestran su falta de pericia con el balón, al que encuentran formas poligonales insospechadas; muchachos de alas rotas que se imponen sus propias rejas, sus propios traumas; muñecos de madera sin alma, sin respiración propia, porque ser propio exige un riesgo y la Selección Mexicana es ya una zona cero en la que no deben correrse distracciones que afecten el esquema, aunque el esquema sea una misión que deba abortarse. No, el esquema por sobre todas las cosas.

Y los jugadores se enrejan en esa rutina, presas de sus propias depresiones. Sus carencias a la hora de dar forma al juego abruman de tan repetidas: cuando un pase no es mal dado, es groseramente recibido, cuando un avance se rompe no tienen la menor imaginación para reelaborar el ataque, cuando el rival apremia con un asedio regularmente ordenado, los jugadores mexicanos creen que el final de los tiempos se avecina. Tan creyentes de la Gracia Divina, Javier Hernández y Antonio De Nigris, ven una penitencia en cada pase fallado o en cada tiro al arco mal dado. Dios es Tico, parecen decir, llenos de remordimiento por un pecado reciente. La falla es, pues, un castigo, no un acto humano. La superstición piensa, antes que todo, en la sanción, en la pena, la expulsión del reino de los bienaventurados. La cal tiene sus demonios. Humanos, demasiado humanos, estos jugadores, tiesos como los del futbolín, creen que una mano divina se ha metido en el transcurso del partido. Y esa mano (país de la sospecha, al fin) es enemiga. Quetzacoatl ha jurado regresar al campo con barbas y espejitos. El espejo es el miedo en esta selección donde la soledad es el laberinto.

Cuando Costa Rica asumía su responsabilidad de rival, digno en cancha enemiga, los defensas mexicanos perdían toda noción de realidad. Paralizados ante lo que puede ser, se olvidaban de lo que es. Si hubiera una manera de describir plenamente a la zaga mexicana sería esa: la paralización de los sentidos, el espanto que se apodera de los reflejos ante la amenaza del depredador, devorador de sombras. Salvo Rodríguez, el resto de los defensores mexicanos se minimiza ante la avalancha contraria y el miedo al gol letal les paraliza sus bien sabidas capacidades de respuesta. México es un miedo colectivo. Vestuario contaminado por ese pánico que corre en circunstancias al límite de grandes colonias: pandemia de terror que comenzó con una falla y fue seguida por empates en el lugar inviolable, la tierra de Cuauhtémoc, aquel joven a la altura del arte.

México no anota porque está aterrado. La máscara ya no sirve de nada. El gigante es el tuerto que fue rey. De noche todos los gatos son ciegos. Y ya dieron las doce.

A los mexicanos, curiosamente, no les aterran las máscaras; les atormentan los rostros llanos, sin diminutivos. Como Dylan Thomas piden cada día que les hagan una máscara que oculte sus verdades, las arrugas, los lunares y las costras. El país que llena todo, todo, que agota silencios y aires, se achica ante el blanco, ante el campo abierto donde habitan sus fantasmas, el borde del área grande. Cuando los laterales mexicanos se aproximan a la portería rival, las serpientes salen de sus escondites y las manzanas hacen olmos en las bandas.

También Costa Rica tiene sus traumas. Su fingida usurpación del espacio. Ante el arco mexicano asume un respeto infértil. Cuando los jugadores ticos tienen la puerta abierta, se agachan y piden permiso para entrar. Si el resultado final del juego es estéril, se debe, sin duda al exceso de respeto, casi ridículo, por no decir rural, de la selección roja que pudo tener en el puño un marcador abultado. El empate de esta noche es el reflejo de dos pequeñeces: una que se achica y una que teme engrandecerse. La balanza 0-0 da a conocer dos estados de ánimo contrarios que se igualan: la timidez y la soberbia.

Sin un hombre creativo, México improvisa todo. Todo. Y nada funciona. México es un país que se usó sin instructivo y sigue siendo así, aprieta botones para ver qué hacen los aparatos. José Manuel de la Torre aprieta un botón y espera que las cosas funcionen por sí mismas. Y cuando no, aprieta otro, y luego otro. Cuando aquello no termina por servir pega sobre el televisor y mal dice. Y así, mueve al equipo oprimiendo botones y maldiciendo que el aparato no funciona.

Ramón López Velarde dijo que a esta patria “el niño Dios le escrituro un establo”.

No es casual, pues, que sea Jesús Corona, el niño coronado, el causante de que la Selección Mexicana no esté eliminada de la Copa del Mundo. La fe impide goles. Y mueve montañas. País devoto de San Judas Tadeo (aunque el Santo Patrono de la vieja Tenochtitlán sea San Hipólito) ahora tiene otra causa difícil que superar: la ignominia del sistema del juego nacional. México pierde dos puntos en un empedrado camino a Río. Y las voces de alarma de los mecaderes de los templos, televisoras, patrocinadores y aseguradoras, ya se hicieron notar. Tiempos fariseos para una selección que está más cerca del Viernes de la Calavera que del Domingo de Palmas por el que le gusta transitar.

México, tierra de poetas, necesita uno que logre devolverle sentido al juego. En palabras de Alfonso Reyes: la selección mexicana busca ese jugador que busque las equis en la cancha, ese hombre que junte “los contarios puntos” que no se ven ni se notan.

Para Costa Rica el empate es una enorme derrota. Porque tuvo la clasificación en las manos, como Heracles la manzana dorada. En cambio sigue la labor, la siembra de resultados que de la incredulidad hagan la cosecha del estaño.

Glamuroso empate de dos frustraciones. 

Por: Mauricio Mejía (Periodista mexicano, director editorial de Ludensoffside.com)