Lunes de bajo mundo y culto a las ánimas: el día que los vivos le piden favores a los muertos en el Cementerio Central de Bogotá
Ese día de la semana el principal camposanto de la capital colombiana se vuelve un lugar de peregrinación que visitan cientos de personas, muchas de ellas personajes del bajo mundo local, en busca de ayuda y favores de algunos difuntos que descansan allí.
Lo primero que llama la atención es el ruido: el ruido de las velas, o más precisamente, el ruido del agua que cae sobre la parafina hirviente. Están también los colores de las flores. Y la mirada penetrante y suplicante de los devotos.
Multiplicados por decenas, por cientos, estos repiten el mismo ritual en cada tumba: encendido de velas, un susurro al oído, golpecitos sobre los pilares de hormigón, agua que se vierte sobre el busto del difunto.
Es lunes en el Cementerio Central de Bogotá y para los creyentes es el día de las ánimas , una jornada especial para venir a hablar con ellas, para pedirles favores, para agradecerles.
Muchos hacen un recorrido que comienza en la estatua de La Piedad, con la que uno se encuentra tan pronto cruza el arco de entrada del camposanto. Luego, cada devoto sigue diferentes recorridos por unas tumbas específicas, dependiendo de su vínculo con uno u otro de los que aquí descansan.
Este lunes hay una fila de unas 20 personas frente a la dorada escultura que corona la tumba de Leo Kopp, el fundador de la cervecera Bavaria , la más grande del país.
Mientras un sacerdote o cura popular -que no fue ordenado por ninguna iglesia reconocida y no quiere que lo fotografíe, no quiere que lo filme, no quiere que le hable- repite unas oraciones, los fieles se aproximan al busto de a uno, a veces de a dos.
Lo acarician,se acercan a su oído y, tapando su boca para que nadie sepa lo que dicen, le piden un favor. O varios.
Un muchacho acaba de hablar con él. Me acerco, mientras otro rápidamente ocupa su lugar junto al busto.
—¿Siempre vienes a ver a Kopp? —Sí. —¿Y te cumple? —Sí, cumple. —¿Qué te cumplió? —No le puedo decir.
Nadie puede, nadie quiere decirme.
Si vino a agradecerle y no a pedirle, debió hablarle del otro oído. Eso dicen algunos: que se le pide de un lado y se le agradece del otro.
Clap, clap, clap. Me distrae el sonido de lo que parecen aplausos secos.
Camino unos metros a una tumba azul, donde se congrega aún más gente que en la de Kopp.
Es azul como azul es el billete de 20.000 pesos colombianos (US$7) que lleva impresa la cara del hombre allí enterrado, Julio Garavito, uno de los científicos de más renombre de la historia del país.
"¡Qué graba, pirobo!", escucho. Y una mano tapa la cámara con la que registro el video que acompaña esta nota. "Pirobo" es un insulto aquí en Colombia.
Pero no soy el único que recibe un grito: a uno de los policías que se me acerca y se queda conmigo tras el enojo del muchacho otra persona -no veo quién-le grita un nombre: "¡Mario!" .
Mario era un policía que hace varios años se infiltró en El Cartucho -una zona de venta de drogas y concentración de actividades ilegales de Bogotá que ya no existe-, terminó volviéndose adicto y murió.
Los lunes a pedir favores a los difuntos al Cementerio Central de Bogotá viene mucha gente, pero entre esa gente hay bastantes personajes del bajo mundo bogotano.
Dicen que vienen ladrones, sicarios, otros criminales, también prostitutas (aunque la prostitución no es ilegal en Colombia).
No lo sé, no le pregunto a cada persona a qué se dedica.
Tampoco hay demasiada gente con ganas de hablarme.
Una señora de pelo canoso, ojos pequeños, y sudadera rosa y gris que me mira -a mí y al grupo con el que ando- parece, sin embargo, lo suficientemente curiosa como para aceptar mi curiosidad.
Se llama Ernestina.
—Vengo porque una amiga me dijo que viniéramos, que era muy bueno; que viniéramos a visitar la tumba de Julio Garavito. Como él es el del billete de 20, entonces que nos dé mucha más plata, nos ayude.
—¿Y cómo le fue? —Me ha ido bien, por eso he vuelto.
Cerca de las tumbas de Kopp y Garavito hay otra que tiene encima una escultura dorada de dos niñas pequeñas; allí están enterradas las cuatro hermanitas Bodmer.
Hijas de una familia de la élite bogotana, todas murieron de pequeñas o adolescentes.
Un muchacho se para frente a las hermanitas, saca un caramelo, lo chupa y lo pega en la estatua , que rebosa de golosinas y flores.
Los devotos creen que ayudan con la salud, también con el bienestar de los niños.
De repente escucho unos gritos algo sosegados. A 20 metros, atrás de unos árboles, hay una escaramuza: tres o cuatro muchachos se insultan, se empujan, con otros tantos. Alguien al lado mío dice que es una riña entre bandas .
El ambiente del Cementerio Central los lunes es denso, pero también es especial, peculiar.
La devoción de los visitantes se extiende más allá de las tumbas de Kopp, Garavito o las hermanitas Bodmer; son varias otras las que visitan, son varios difuntos a los que les piden.
Cerca de la calle principal, no lejos de la estatua de La Piedad, se encuentra la tumba de José Raquel Mercado, sindicalista asesinado en 1976.
Unas mujeres lo rodean. "No me filme, no me saque fotos", piden.
Le tiran agua en la cabeza, lo acarician. "El agua le hace bien a las ánimas" , me explican y siguen con su ritual.
Las gotas se escurren por el negro busto hasta unas velas de colores encendidas en la base de la tumba.
Y cuando el agua toca la parafina hace ese ruido: el ruido de los lunes en el Cementerio Central de Bogotá.